12/4/14

'Cuando se cae en un hoyo' (refutación a Ernesto Tenembaum)

No deja de sorprender la incapacidad de algunos periodistas para leer más allá de las palabras. En un artículo reciente de Ernesto Tenenmbaum para Veintitrés, titulado ‘Cuando se cae en un hoyo’, el periodista nos presenta una carta del cantante y actor Rubén Blades dirigida a la sociedad venezolana. La misma es ofrecida como ejemplo de la búsqueda de un punto medio y conciliador ante a la tumultuosa realidad venezolana (y, por transferencia del periodista, también argentina).

“Cuando las sociedades se polarizan” pareciera ser el leitmotiv que atraviesa subterráneamente el artículo de Tenembaum. Pero su incapacidad para preguntarse por qué surgen estas polarizaciones y qué las alimenta es la misma que impide desentrañar el falso punto medio que se evidencia en la misiva de Rubén Blades cuando se la lee con atención (tal vez -adelantemos conclusiones- porque los puntos medios no existen).

Punto 1: No se puede desideologizar lo que es ideológico

Dice Blades sobre la crisis venezolana:
“La aparente ausencia de una solución se debe a la falta de un liderazgo que establezca un propósito de lucha que unifique al país, en lugar de dividirlo. Si estás a favor de la oposición, eres un burgués parásito, agente de la CIA, vendido al Imperio. Si favoreces al gobierno eres un comunista, maleante, vendido a Cuba y a los Castro. Ninguna de estas definiciones habla de Venezuela y de su necesidad.”
Convengamos que estas primeras manifestaciones parecen apuntar a la tan mentada búsqueda de un punto medio. Según se entrevé en la cita anterior, ninguno es tan malo como se dice, ni la oposición ni el oficialismo; ergo, es menester perseguir un equilibrio conciliador.

Y sin embargo, una lectura más detenida del mismo pasaje nos obliga a plantear algunas dudas acerca de la validez de este supuesto punto medio tan largamente perseguido y declamado por algunos.

1/11/12

REFUTACIÓN 9: La Entrevista (a Ernesto Tenembaum)

Acabo de recuperar esta refutación escrita hacia mediados del 2011 sobre un artículo de febrero de ese mismo año. Si bien algunos datos de la coyuntura han cambiado desde entonces, el centro del análisis continúa siendo válido. De modo que lo comparto con ustedes, más vale tarde que nunca:

Hoy vine a dar con un artículo de Ernesto Tenembaum que ya lleva algunas semanas de publicado y que llamó mi atención puesto que desnuda una de las limitaciones argumentativas que más suelo reprocharle a este periodista. Acostumbro a oír a Tenembaum en la radio y tengo para mí que es un muy buen profesional del medio; sobre todo, un gran entrevistador. La causa de este talento es, a mi entender, su habilidad para redirigir la mirada y transitar los márgenes de la noticia, adentrándose en detalles aparentemente superficiales pero con hondas implicancias humanas. Sin embargo, el impacto emocional que se logra buceando por estas aguas bajas puede llevar a conclusiones engañosas si uno omite el marco más amplio dentro del cual se insertan estos valiosos hallazgos cargados de humanidad. Muchas veces ocurre que la anécdota acaba desplazando al análisis. Cuando esto ocurre, se comunican valoraciones epidérmicas que yerran en su descripción de la realidad. Y esto es lo que he vuelto a encontrar hoy, en el artículo titulado ‘La entrevista,’ y publicado en la revista Veintitrés del 9 de febrero último. Me adentraré en sus párrafos más interesantes. Permítanme…

Punto 1: El error de naturalizar la experiencia personal

A Ernesto Tenembaum le molesta de sobremanera que el oficialismo no sólo batalle contra los medios caracterizados como hegemónicos, sino que además los evite, lo cual –como conviene a todo periodista de raza- lo deja con poco material de primera mano para trabajar. Su artículo, que podría leerse como un lánguido lamento ante la merma de entrevistados del oficialismo, comienza del siguiente modo:

30/9/12

REFUTACIÓN 1: La demonización de Roca y el olvido de Sarmiento (a Mariano Grondona)

Después de mucho tiempo, recuperé este primer análisis, escrito ya hace casi un año, y que fuera el disparador de este blog. Si no lo había publicado antes se debió a que no acababa de conformarme su estilo de argumentación. Reviéndolo hoy, no noto diferencias profundas con el resto de lo que vengo escribiendo, de modo que tal vez no haya merecido haber quedado fuera durante tanto tiempo, y menos aún dado que su temática me permitió explayarme sobre algunas consideraciones personales que no hubiesen encontrado lugar en otra parte.

Quien se anime a su lectura debería tener presente dos cambios de importancia ocurridos desde que escribiera mi refutación. La primera, y fundamental, es que una mujer arribó a un billete de cien pesos, desplazando a Roca; la segunda, que el propio Grondona parece haber caído en cierta desgracia y sus otrora imperdibles columnas dominicales han comenzado a alternarse con otros autores. Por fortuna, nada de esto altera el alcance de este análisis, que comenzaba del siguiente modo:

Leer las tradicionales columnas de Mariano Grondona en la última página de La Nación dominical equivale a adentrarse en una edificación tan pintoresca como antigua, erigida con los ladrillos de un sentido común enmohecido y añejo. Se trata de una construcción endeble, compuesta por materiales largamente socavados por la irreversible evolución de las ideas y del pensamiento moderno. No deja de sorprender que sea él, el periodista más comúnmente asociado con el ámbito universitario, quien dé cabal y reiterada muestra de toda falta de actualización académica. Mucho ha cambiado en el mundo de las ideas en las últimas décadas. Las estereotípicas citas a Platón o a Aristóteles y el irreductible fervor etimológico se asemejan a la confesión de parte de quien sigue aferrado a los saberes de un pasado superado. Largamente.

No se me malinterprete. Admiro la fuerza creativa que ha de suponer interpretar una realidad compleja a través de los simples y unívocos parámetros del pasado. Por momentos, incluso, el resultado puede deparar cierta belleza intelectual. Confieso que acostumbro a pasearme por estas edificaciones. No por placer arqueológico, sino por la pura y hedonista gratificación que me depara identificar falacias, errores de conceptualización, debilidades argumentales. Pero nunca como hace algunas semanas tuve la oportunidad de toparme con una arquitectura tan abiertamente primitiva, que deje tan en evidencia la falta de lecturas fundamentales de un hombre que, nadie duda, ha leído mucho.

Como soy perezoso -y como he estado sumamente ocupado en otros menesteres-, me he tomado un largo mes hasta decidirme a concluir la pormenorizada respuesta que aboceté ni bien leí aquella nota titulada ‘La demonización de Roca y el olvido de Sarmiento,’ que ya desde el título deja entrever la tensión entre pasado y presente que complicará toda la argumentación. Opté por el modo más cómodo para desarrollar esta crítica. Ir por partes, cronológicamente, siguiendo punto por punto el desarrollo argumentativo del periodista. Decidí ser minucioso y extenso. Tan extenso, que seguramente la materia de análisis no justifique semejante esfuerzo. Pero sabía que me permitiría, de pasada, elaborar algunos conceptos que me interesaban desde hace tiempo. Además, tan rica en debilidades es esta columna, que no podía admitir dejarme ningún punto en el tintero.

Punto 1: La Historia ‘real’ y el relato historiográfico

Con estas palabras inicia el profesor Grondona su columna:

23/9/12

REFUTACIÓN 8: “Señora Presidenta, le voy a decir algo…” (a Nelson Castro)


Hacía un buen tiempo que no volvía a este ejercicio de refutación, pero no puedo negar que me sublevan las fragilidades argumentales y los razonamientos falaces. Y si bien es cierto que me he acostumbrado a la vaguedad lógica de Nelson Castro, cuyos programas no suelo rehuir, en esta oportunidad sus palabras me llegaron a través de un medio que me impulsó a responder. El periodista Castro acostumbra cerrar su programa de cable con palabras (y consejos) dirigidos en primera persona hacia la presidenta. Estas palabras no suelen ser más que espacios para la catarsis personal del periodista, donde suele primar la emoción por sobre la argumentación, una argumentación que, de existir, se mueve siempre en los parámetros simplistas que ofrecen los binomios a los que más suele recurrir: lo ético y lo no ético, lo legal y lo no legal, lo institucional y lo no institucional. Frente a la complejidad y a los matices de la realidad, Castro acostumbra a pasar de largo. Esta vez no ha sido diferente.

La diferencia tal vez radique en la sorpresa que supuso encontrar su simpleza y su emocionalidad erigida por otros como estandarte de la lógica argumentativa y retransmitida en una cadena de mails como si de sabias verdades se tratara. A estas verdades me dedicaré en los largos párrafos que siguen. Como siempre, notarán, contraargumentar es tarea mucho más ardua e ingrata que argumentar flácidamente. Pero nadie dudará de la gratificación que acompaña todo acto pensante y reflexivo, más aún cuando su objeto no es otro que develar las flaquezas que acompañan a la apariencia de pensamiento.

Saber dónde nos paramos

El fragmento en cuestión esta vez es un video del 9 de agosto de este año, donde el periodista amonesta a la presidenta horas después de que ésta denunciara a Marcelo Bonelli, colega de Castro, durante una cadena nacional.

Detrás de un videograph que lee “El ataque de Cristina a Bonelli,” Castro comienza su segmento solidarizándose con el periodista de Clarín y calificando las palabras de la presidenta como “algo brutal.” De entrada, tratar el hecho como un ‘ataque’ y solidarizarse con el supuesto atacado comienza por situar a Bonelli en el rol de víctima y a la presidenta en el de victimario. Estos roles asignados por Castro no son ingenuos y ayudan a estructurar toda su argumentación. Es por esto que, antes de continuar sobre sus palabras, conviene recordar en qué consistió el discurso presidencial y evaluar desde qué lugar es posible adherir o cuestionar los roles otorgados por el periodista.

10/2/12

REFUTACIÓN 7: Gran Desafío para los Argentinos (a Hernán Brienza)

En su acostumbrada página dominical en Tiempo Argentino, el periodista Hernán Brienza deja escapar una calificación por lo menos discutible en torno al conflicto por la minería sustentable en las provincias cordilleranas. En su artículo del domingo pasado, entre los múltiples puntos que el autor baraja bajo el título ‘Gran desafío para los argentinos’, Brienza expresa lo siguiente:
(…) la Argentina debería ir previendo la posibilidad de construir una economía ecológicamente sustentable a mediano y largo plazo. No se trata de una enunciación de principios imperturbables, inmovilistas y antidesarrollistas –para los países no industriales, claro– sino de tomar conciencia de que el crecimiento económico deberá estar realizado bajo la fórmula del “menor daño posible hacia la naturaleza”. Y esto incluye a la tan cuestionada explotación minera. Lo demás es principismo verde pequeño-burgués o tácticas de grupos políticos y económicos que responden a dudosos intereses.
En esta brevísima caracterización de los distintos abordajes al problema de la minería en la actualidad, el periodista define dos opciones políticas posibles: la de un desarrollismo sustentable, al cual el autor adhiere, y la de un ecologismo vacuo, teñido por dudosos intereses burgueses o corporativos.  El principal problema de esta dualidad propuesta por el autor es que deja en una incómoda posición a los legítimos planteos ecologistas de los propios habitantes de las regiones amenazadas por una posible minería contaminante. En este punto me explayaré a continuación.

Una caracterización simplificadora de la realidad

De acuerdo con la caracterización de Brienza, ¿dónde ubicar a los cientos que se movilizan en rechazo de la minería contaminante en su propio territorio? El autor reduce toda oposición no corporativista a un “principismo verde pequeño-burgués”, es decir, al auto de fe de una clase media que se compromete ideológicamente con la defensa del medioambiente mientras se vuelca a un consumismo que necesita de la explotación de recursos naturales para sostenerse en el tiempo. Esta hipocresía tan característica en algunos núcleos urbanos alejados de los problemas sinceros de las regiones mineras puede, sin duda, aplicarse a no menos de uno. Sin embargo, dejar entrever que toda oposición ecologista se reduce a un principismo pequeñoburgués constituye una riesgosa y simplificadora síntesis de la realidad que deja de lado a por lo menos un importante colectivo de personas. Aún si suponemos que no es posible creer en un ecologismo no burgués, la etiqueta ‘principismo verde’ nada nos dice de quienes se oponen a la minería contaminante desde una visión inmediata y conyuntural; nada nos dice esta caracterización de los habitantes de los pueblos perjudicados, quienes poco se ocupan por principismos o ideologías en boga, y se encuentran movilizados por la defensa más básica pero legítima de su espacio vital.

A ellos, Brienza parece borrarlos del conflicto, o, peor aún, abultarlos bajo la denominación ‘principistas verdes pequeño-burgueses,’ que tan alejada se encuentra de la realidad de su reclamo.

Lo curioso e interesante de esta síntesis simplificadora en la que cae el autor es que acaba volviéndose en su contra y desnudando la ingenuidad de su propio abordaje de la realidad. Pues si el pensamiento ecologista expresa un espíritu pequeño-burgués por idealizar una realidad ambiental ajena, la cual se observa a distancia y con la cual no se contribuye desde el estilo de vida propio, la caracterización de Brienza lo muestra a él no menos pequeño-burgués en su mirada sobre el conflicto minero. Él también parece idealizar un desarrollismo que sólo puede sostenerse sobre una realidad ambiental que le es ajena y que también observa a distancia, al tiempo que omite discutir la implicación vital con el medioambiente de aquellos que habitan con su cuerpo y con sus historia los territorios amenazados por la actividad minera. Lo mismo que los ecologistas pequeño-burgueses que rechazan la explotación minera en regiones que desconocen y en las cuales la minería podría ser una importante fuente de crecimiento económico y social, el autor se muestra pequeño-burgués al ignorar o confundir el rechazo de buena parte de los habitantes de estos territorios, quienes serían, nada menos, los potenciales beneficiados de la actividad minera.

De esto no deseo extraer la errónea conclusión de que la postura desarrollista del autor es equivocada. Me basta señalar la mayor complejidad que adquiere el conflicto minero cuando se pone en juego la visión desarrollista enfrentada no sólo a un principismo vacío de consideración social, sino también a una defensa sincera y legítima del espacio vital.

2/1/12

REFUTACIÓN 6: En la victoria, ¿magnanimidad o ajuste de cuentas? (a Mariano Grondona)

Como comienza a volverse costumbre, la última columna del profesor Grondona está construida sobre una irresoluble falacia inicial que derrumba su castillo de naipes argumentativo sin necesidad de que nadie le dé una mano. Pero como también suele ser costumbre, el autor viste su argumentación con valoraciones y notas al pasar que no son menos falaces y precisas de atención. La consecuencia, una vez más, es una impugnación elaborada y –sobre todo (comienzo a odiar esto)- extremadamente larga. Pero nos debemos a nuestros caprichos, de modo que persistimos.

En esta oportunidad, en su artículo del sábado 24 de diciembre, titulado ‘En la victoria, ¿magnanimidad o ajuste de cuentas?’, el profesor Grondona se propone demostrar que la actitud de la presidenta tras la victoria electoral de octubre ha pecado de revanchista. Para establecer la escala de valores con la cual abordará la actitud política de la presidenta, el autor comienza citando a Churchill, quien sentenciaría “en la victoria, magnanimidad.” Así analiza Grondona la máxima del mandatario inglés:
(…) la "magnanimidad" o "grandeza de alma" -magna anima -, expresa a su vez el aprendizaje que habían adquirido los vencedores de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), las potencias anglosajonas de ambos lados del Atlántico, gracias al error garrafal que cometieron ellas mismas a fines de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) cuando, en lugar de acoger generosamente a la vencida Alemania en el seno de las naciones libres, la "apretaron" con indemnizaciones imposibles de pagar. El resultado de esta insoportable humillación fue la emergencia de Adolf Hitler, que retribuiría la insensatez de la primera posguerra de los aliados anglosajones con su propia insensatez, que desencadenó la Segunda Guerra Mundial.
Más adelante, el autor enlazará la experiencia bélica de la Segunda Guerra con el paisaje post-electoral argentino:
Después de su victoria, los vencedores tienen por lo visto dos opciones: una, el ajuste de cuentas con los perdedores, la revancha que traerá con el tiempo otras revanchas, y la otra, la magnanimidad, que es la semilla de la reconciliación. El 23 de octubre, Cristina Kirchner derrotó ampliamente a sus competidores en las elecciones presidenciales. ¿Cuál es el camino que elegirá a partir de hoy? ¿La magnanimidad o el ajuste de cuentas?
Aún al más desprevenido le saltará a la vista el irreconciliable paralelo entre los derrotados de una guerra y los derrotados políticos de una elección. Los derrotados de una guerra han sido (más literal que metafóricamente) eliminados. Los derrotados de una guerra son un pueblo todo, una nación. Criminalizarlos, estigmatizarlos y humillarlos por los desvaríos de sus dirigentes es seguramente un acto de profunda injusticia. No es lo mismo con una elección. Una elección dista mucho de ser una guerra (mal que le pese a muchos). Una elección es aquello mismo que expresa el término: una ‘selección,’ un acto de opción entre alternativas. En una democracia nadie es completamente eliminado. Las oposiciones derrotadas siempre tienen la posibilidad de reajustar sus propuestas a los intereses de los votantes o de convencer a los votantes de que sus propuestas son preferibles. Esto significa que en el plano democrático una elección no determina el final de una contienda. La democracia propone la noción de una contienda continua y constante. Una contienda de ideas, de proyectos y propuestas. Distinto es en las guerras; por eso que es caprichoso trasladar los aprendizajes del campo bélico al político. Pero no radica aquí la gran falacia en la argumentación del autor. La profunda contradicción que anula su propio razonamiento es expresada algunas líneas más adelante, bajo el sugerente subtítulo ‘Los primeros indicios’.

24/12/11

REFUTACIÓN 5: El primer año del resto de la vida (de Hernán Brienza)

El comentarista Hernán Brienza suele pecar de apresurado. No es este un juicio sobre su capacidad de argumentación, sino una caracterización de su estilo argumentativo. Sus columnas de opinión acostumbran a seguir la lógica del apunte y de la nota al margen. En muchas ocasiones, no son más que un rejunte de pensamientos medianamente acordonados a través de alguna idea guía, cuando no una explícita colección de digresiones. Es esta última la forma que toma su artículo del sábado 24 de diciembre en Tiempo Argentino, titulado ‘El primer año del resto de la vida’. En él se deja pasar una nítida contradicción que acaba dejando dudas acerca de su propia postura sobre un tema tan delicado como la recientemente sancionada Ley Antiterrorista. Si entendemos a esta contradicción lógica como un error, tal vez esta refutación no sea más que una simple corrección. Pero en todo caso, llama a preguntarnos acerca del proceso de elaboración argumentativa del autor, que nunca está de más considerar.

En su Digresión número 3, el autor comienza expresando sus claros reparos frente a la norma sancionada:
Es cierto que la norma genera escozor en todos aquellos que tenemos una mirada preocupada por el respeto de los Derechos Humanos –en mí lo genera, claro–, pero quizás sea tranquilizador leer algunos párrafos de la ley (…)
La construcción adversativa del final anticipa la corrección de sus reparos en apariencia anticipados. El fragmento seleccionado, sin embargo, lejos está de mostrarse tranquilizador, como el propio Brienza aclara al final:
“Serán considerados como delitos de terrorismo los actos que sean cometidos con la finalidad de aterrorizar a la población” u obliguen al gobierno nacional o extranjeros “a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. Sin dudas es un párrafo alarmante, aun cuando en el siguiente párrafo señale: “Las agravantes previstas en este artículo no se aplicarán cuando el o los hechos de que se traten tuvieran lugar en ocasión del ejercicio de Derechos Humanos y/o sociales o de cualquier otro derechos constitucional.”
El autor no sólo reafirma su preocupación ante el fragmento ‘tranquilizador’ que se propuso compartir, sino que incluso se muestra desconfiado de la salvedad con la cual él mismo ha decidido suavizar las dudas despertadas por su primera cita. Esta desconfianza es incluso profundizada en su acertada caracterización de la ambigüedad interpretativa que acompaña la ley y de sus riesgos de aplicación. La pregunta clave que propone es quién decide si una expresión social o individual será calificada de terrorismo o se verá amparada por la constitución. Así concluye el fragmento:
¿Quién lo decide? ¿Los jueces? ¿Cuáles? ¿Los que integran el poder más retrógrado y más aristocrático del Estado? ¿Qué puede ocurrir con esa norma si, por ejemplo, decide aplicarlas algún juez que le ha negado el aborto a una niña violada en Mendoza o que ha hecho el juego al Grupo Clarín trabando la Ley de Medios? ¿Y qué ocurriría con esa norma en manos, por ejemplo, de un gobierno con espíritu represor como el de Mauricio Macri, o sin ir más lejos los anteriores de Fernando de la Rúa o Eduardo Duhalde? Y supongamos que es parte de una negociación mayor para poner a la Argentina en un mismo estatus jurídico de las principales potencias mundiales ¿no deberíamos saber qué hemos conseguido a cambio para entender por qué es necesaria esa norma?
Hasta la última línea, esta digresión no hace sino despertar sospecha, expresar reparos. Tras estas palabras, el autor cierra paréntesis y cambia de tema. La promesa inicial de una lectura ‘tranquilizadora’ ha sido saboteada inequívocamente por el mismo Brienza. Claramente, su intención original ha derivado en un ataque a la ley que se proponía defender (aún con reparos).

Esta fallida argumentación me lleva a conjeturar acerca de cómo llega el autor a contradecirse a sí mismo de modo tan evidente. Parece cierto que han habido en él dos intereses contrapuestos: la voluntad de ratificar la ley y la necesidad de exponer reparos a la misma. La concatenación de ambos intereses a través de una frase adversativa (“la norma me genera escozor, pero…”) también parece evidenciar que el propósito primero del fragmento era la ratificación y no la exposición de reparos. Se me ocurre en consecuencia una posible explicación para este fallido. Brienza, adalid del oficialismo, acostumbra a defender las políticas del gobierno, y eso es lo que parece haberse propuesto (¿por costumbre?) en este caso. Sin embargo, podría inferirse de sus palabras que el autor ha desarrollado más sus argumentos en contra de la norma que aquellos a favor de la misma. No podemos ingresar en el nivel subconsciente de Brienza ni adivinar en qué punto de su escritura el autor traicionó su propio objetivo, pero creo percibir que la razón fue la voluntad de defensa de aquello con lo que no se está verdaderamente de acuerdo. No seré el primero en señalar que el ‘justificacionismo’ (esa tendencia de las líneas oficialistas a justificar todas las políticas del gobierno -tal vez por miedo al tratamiento que los medios opositores suelen hacer del disenso como crisis) viene siendo una reprochable costumbre del kirchnerismo (aunque, para ser justos, atribuible también a los oficialismos todos). Sin embargo, me parece que esta lógica de la justificación es más reprochable cuando son los analistas quienes la asumen como estrategia, ya que, lejos de contribuir a una verdadera reflexión, la paralizan.

(Digresión: por cierto, contradicciones de este tipo –junto con algunas deficiencias gramaticales que el lector perspicaz habrá sabido identificar- son el claro producto de un cada vez más apresurado trabajo editorial: los lectores asiduos y exigentes estarán de acuerdo en que se extraña a los ya extintos correctores periodísticos)